Hace ya varios años que los e-books llegaron con sus dispositivos electrónicos específicos a cambiarlo todo. Lectores asiduos se sintieron un poco traicionados, hasta amenazados por estas nuevas tecnologías que vendrían a “quitarle” el placer de tocar y oler un libro. De hecho, una encuesta reciente reveló que los libros físicos son todavía los preferidos de muchas personas. Y yo era una de ellas, pero cambié de opinión.

Mi relación con el libro de papel
Recuerdo la biblioteca de mi niñez: una pared repleta de libros de todos los orígenes y colores. Lomos apelmazados uno sobre otro estampados con tipografías gastadas, brillantes, papeles que olían a cartón viejo y a tinta archivada, y polvo, mucho polvo posado en ese inmenso monumento a la lectura que no se podía terminar nunca de limpiar del todo. Me acuerdo de las noches de aburrimiento, buscando y revolviendo libros para ver qué tenía ganas de leer y tomando cualquier cosa que encontraba. Mi mamá me gritaba desde su habitación cuando me oía escarbar entre los títulos: “Me parece que escucho a un ratoncito por ahí”.
Eso era: un ratoncito que se escondía en su cueva a leer, muchas veces las primeras páginas de libros que no entendía todavía, porque no tenía el contexto histórico o el vocabulario suficiente para hacerlo. Sin embargo, me regocijaba en esa especie de código secreto que es el alfabeto, y muchas veces soñaba que yo era la única que lo conocía y por ende, la única que podía acceder a las historias que albergaba.
Con el tiempo, los libros de papel me acompañaron a la escuela, a la facultad, a mis vacaciones en la playa en donde los llené de granos de arena, y luego, se posaron en las bibliotecas de las casas y ciudades que habité. Cuando compraba libros en el exterior, me los traía a mi país: usaba maletas enteras para no dejar atrás ni uno solo abandonado en algún rincón del planeta.
Hasta hace no mucho, yo entendía profundamente a la gente que me decía: “No es lo mismo leer un e-book que un libro en papel”, “Sentir el olor del libro y poder tocarlo es mejor que leerlo en una pantalla” o “Yo quiero ‘tener’ el libro, que sea mío”. Sin embargo, algo me hizo cambiar de opinión.
Amar también implica dejar ir
Yo tenía un Kindle pero no lo usaba. Me lo compré cuando publiqué mi primer libro en ese formato, como una manera de ser coherente con lo que acababa de publicar. Sin embargo, no me hacía a la idea de leer en ese aparato en el que no podía tocar una página y sentir su rugosidad en mis yemas o su olor a imprenta. Me parecía, el e-book, un objeto que atentaba contra el futuro de los libros “de verdad”, contra lo hermoso de comprar y poseer un objeto de placer y dejarlo en exhibición para recordarme que alguna vez lo leí. El Kindle estuvo quieto y abandonado durante años en un escritorio antes de que me atreviera a usarlo.
En mi camino hacia el minimalismo y la sustentabilidad, dejé ir un 80% de mis posesiones físicas para conservar solamente lo que usaba y me hacía feliz. Sin embargo, lo único de lo que no podía despedirme eran mis libros. Como trofeos de gloria pasada, me recordaban que alguna vez me habían ayudado a pasar el rato, superar momentos tristes y avivar mi imaginación. En un esfuerzo por ser coherente con mis creencias, me dije que si iba a conservar los libros que ya tenía, no volvería a comprar libros en papel. Listo, acordé conmigo y me olvidé del tema.
Pasaron unos meses más, dos años más, y mis libros se convirtieron en un adorno más de la casa. Los había leído todos, y los nuevos títulos que compraba venían en formato electrónico. Cada semana, desempolvaba mis trofeos de papel y sentía la tristeza que me transmitían ellos desde su quietud y monotonía. Me daba cuenta con cada limpieza, de que si yo conservaba esos libros en casa en una biblioteca y nunca los abría más que para limpiarlos, los estaba reteniendo prisioneros de mi ego y a la vez, los estaba abandonando. Una tarde descubrí que si yo amaba a mis libros debía dejarlos ir.
Me daba cuenta con cada limpieza, de que si yo conservaba esos libros en casa en una biblioteca y nunca los abría más que para limpiarlos, los estaba reteniendo prisioneros de mi ego.
Pero no fue un adiós
Busqué varias cajas, bien grandes, y las dispuse junto a la biblioteca. Tomé un libro, lo desempolvé por última vez, y abrí al azar una página: leí una frase cualquiera en voz alta y lo guardé en la caja. Hice lo mismo con los siguientes, apilándolos con suavidad, casi acariciándoles el lomo. Sentí alivio y me alegré por ellos, que estaban por comenzar una nueva aventura sin mí. Me habían dado todo lo que tenían y ahora estaban listos para dárselo a alguien más. Cerré las cajas, pegué una hoja con todos los títulos que cada una de ellas contenía y las llevé a una biblioteca pública de mi barrio.
Los estantes vacíos abrieron un espacio mental por el que se filtraron los recuerdos de lugares en donde leí cada uno de esos títulos que estaba dejando ir: ‘El Ruido y la Furia’ (‘The Sound and The Fury’), de William Faulkner, en el coche camino a unas vacaciones en la montaña. “Mujercitas” (‘Little Women’) de Louisa May Alcott, mil veces en mil situaciones distintas. ‘Frankenstein’, de Mary Shelley, en tantas oportunidades en el colectivo a la facultad. ‘Ensayo sobre la Ceguera’ (Ensaio Sobre a Cegueira’), de José Saramago, en las playas donde pasé tantos veranos.
Los libros que había leído estaban en mí, vivos, demostrándome que eran mucho más que su naturaleza física. Que para poseerlos para siempre debía leerlos, no importaba en qué formato.
Por eso, hoy llevo mi Kindle a todas partes y ya no siento el peso de los libros adormecidos por el polvo y el tiempo en mis espaldas.
¿Tú prefieres los libros en papel o electrónicos? Cuéntame por qué.