Escribo de vacaciones con mis padres, desde Punta del Este (Uruguay). Es la sagrada hora de la siesta y en el departamento de dos ambientes que alquilamos roncan mis queridos progenitores y mi hija de 2 años.
¿A quién se le ocurre viajar con padres octogenarios? Solamente a mí (aquí va el emoji de la mujer tapándose la cara con una mano). Los problemas iban a aparecer, ya lo sospechaba. Salimos de madrugada de Buenos Aires para tomarnos un barco que cruzara a la costa uruguaya y, apenas nos subimos al coche, le pregunto a mi padre si tenía su documento de identidad. Era lo único imprescindible que tenía que llevar, además de sus mil quinientos medicamentos. “No sé dónde lo dejé”, me respondió, con lo cual nos demoramos 40 minutos revolviendo la casa en busca de su cartera y fuimos prácticamente los últimos en embarcar.
Ya tengo una hija de 2 años; no pensaba tener que hacerme cargo (en mis vacaciones) de dos “niños” más. Finalmente, opté por cerrar los ojos en el barco y aceptar que así iba a ser por unos días. Aparte, ¿cuántos más viajes podremos compartir? De golpe, te das cuenta de que tus padres están viejos y de que el envejecimiento no es tan gradual como parece. Al contrario: es una cachetada de realidad que te impacta. Así como los bebés que crecen de pronto, también nuestros mayores envejecen rápido.
Así como los bebés que crecen de pronto, también nuestros mayores envejecen rápido.
Se empiezan a olvidar de banalidades cada vez más importantes, tropezarse les da pánico, la piel se afina y se les pega a los huesos. ¿Será que estamos ciegos a estos signos sutiles, enterrados en la convivencia cotidiana, y los vemos recién cuando nos miramos en serio?
Qué bello volver a ser hijos
La cosa fue mejorando con el correr de los días. Me relajé y disfruté de volver a sentirme hija. Ni dueña de una casa, ni mujer independiente económicamente, ni madre. Solamente “hija”.
Que alguien más piense qué comprar y qué cocinar: Dios mío, qué MIMO.
Salir de compras y que mi papá saque la tarjeta de crédito para pagar: qué LUJO.
Que por la noche me pregunte mamá si estoy calentita y me acerque una manta mullida: qué DELICIA.
Esta es la parte hermosa de esta crónica de vacaciones con padres y de cómo me dejé envolver por esa sensación embriagadora de saberse querido y cuidado. Soy hija única y reafirmo mi teoría de que la relación con los padres es más estrecha en este triángulo, distinta de la que puedan tener tres o cuatro hijos con sus respectivos. Para bien o para mal, siempre fuimos tres para comer, para dormir, para consolarnos y también para irnos de vacaciones. La ciencia mucho ha escrito sobre los hijos únicos, pero coincide en que el vínculo con los padres es más fuerte.
Ayer, mi mamá se acercó y me dijo: “Gracias por acompañarnos en este viaje. No hubiéramos podido hacerlo solos”. Y yo que pensaba que era la más beneficiada de las vacaciones.
En medio de esta siesta invernal me mantiene despierta una pregunta: ¿seguiremos sintiéndonos hijos cuando ellos ya no estén? ¿Será que entonces buscaremos a otras personas que cumplan ese rol tan esencial de hacernos sentir amparados?